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Cuántas cosas cambian en un año, un par de parpadeos y nada vuelve a ser igual. Aprender a respirar bajo el mar, saltar precipicios y aprender a volar, naufragar en una isla paradisíaca, encontrar un nuevo hogar, ser cómplice del desastre y seguir aniquilando todo lo que tocas. Mi particular manía de sonreírle a la adversidad, la única manera de salir airosa de toda guerra. Mi fama, la que me he ganado a base de fracasos y de éxitos. Todos míos. No me avergüenzo. 
Los que se quedaron atrás tratan de vengarse, como si fuera la última oportunidad para recuperar la honra del combate. A sabiendas de que, el que compite solo, también ganará y perderá solo. Y, esta vez, puede ser que el premio sea no volver a tener nada. 

Trescientos sesenta y cinco días de lluvia seca, sol penetrante y muchas risas de amigos que me han dejado claro que sí que puedo confiar. Pero que no podré hacerlo en todo el mundo. Muy pocos errores en mucho o muy poco tiempo. Y muchas cosas felices que archivar en el único lugar del mundo donde permanecerán siempre. 

Trescientos sesenta y cinco días de amor inmenso. De ese que parece que no cabe en el pecho. Del que te hace olvidarte de que solías retratar sólo las emociones tristes. Un amor tan grande que parece ser capaz de terminar con mi autodestrucción interna. El único rayo de luz en mitad de un eclipse. Una dosis utópica de sinceridad y confianza. 

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